Una vez estuvo en el suelo, le rompió los dedos. Uno a uno, sin mediar palabra. Simplemente se agachó sobre su balbuceante y sanguinolenta cara, le tomó de la mano como si fuese a pedirle matrimonio y comenzó a girar con secos chasquidos cada uno de sus dedos en la dirección contraria. Sus gritos de dolor no lo detuvieron, y con el rostro inexpresivo continuó quebrándolos como si fueran ramas secas. Cuando acabó, sujetó su muñeca bajo la bota y con el otro pie redujo a astillados fragmentos lo que le quedaba de mano de tres violentos pisotones. Y a continuación hizo lo mismo con la otra. El infeliz lloraba y gimoteaba como si le hubieran arrancado la vida. Probablemente fuera así.
El agresor volvió a agacharse sobre su víctima y le dijo al oído: “Ahora sabes lo que es perder aquello que más te importa. Nunca volverás a tocar un instrumento, nunca volverás a sentir con tus manos. Y esa pérdida te carcomerá por dentro, te pudrirá el ánimo y las esperanzas hasta convertirlas en cenizas y, sin ello, todo lo demás, todo en lo que ahora confías y amas…”-miró con ojos vacíos, muertos, a la mujer que contemplaba horrorizada la escena desde el otro rincón de la sala-“…todo lo demás te abandonará porque ya no le servirás de nada. Bienvenido al infierno.”
Sin decir nada más, volvió a levantarse y se marchó del lugar.
Grey Arkhane
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