Dicen que Albert se volvió loco durante lo del huracán. Depende de a quién preguntes podría decirte que ya estaba mal de la cabeza antes de que el vendaval se llevase medio pueblo por delante, que siempre tuvo en los ojos ese brillo ausente de quién pasa demasiado tiempo a solas en su mente.
El huracán fue uno de los que aparecen en las noticias con nombre propio, de esos tan grandes que no caben en el periódico local y se necesitan varias televisiones nacionales y alguna extranjera para abarcar su magnitud. Sólo en la pequeña ciudad de Anport, situada cerca de la costa junto a la ría del mismo nombre y con una población de apenas 150.000 habitantes, causó un total de 71 muertos y unos 3000 heridos. Antes de disiparse, barrió tres comarcas enteras y se llevó más vidas que la última guerra que se libró en ellas.
Podría decirse que Anport quedó reducida a escombros, pero lo cierto es que siendo una ciudad de cierta antigüedad, de edificios con sólidos muros de piedra y buenos cimientos, casi todo el centro urbano aguantó de manera sorprendente. La peor parte se la llevaron los barrios nuevos, con chalets arrancados de cuajo, zonas residenciales enteras reducidas a lodazales y auténticos vertederos formados espontáneamente a partir de coches, mobiliario urbano, ramaje despedazado y algunos de los desafortunados anportinos que no lograron encontrar refugio a tiempo. Si bien, como digo, la estructura del corazón de la ciudad resistió al huracán, fue necesaria casi una semana de duro trabajo para evacuar el agua que inundaba sus calles y más de dos meses para desinfectarlas y reparar los desperfectos, algo particularmente complicado en el caso del alcantarillado y demás infraestructuras subterráneas.
Antes de que todo eso ocurriera, el ayuntamiento de Anport(uno de los vetustos edificios que resistió orgulloso al maltrato de los elementos) contaba con un jardín en su parte posterior. Era una parcela pequeña, con apenas un par de árboles que arrojaban sombra a un estanque artificial rodeado de bancos de piedra y a la efigie barbilarga y de gafas redondas de un famoso escritor local. Años atrás, el alcalde había contratado a Albert como jardinero para que adecentase aquel rincón, al que el paso del tiempo y la falta de cuidado y uso habían acabado por dejar en un estado de semiabandono.
Albert era una de esas personas de buenas maneras y pocas palabras, a veces un tanto hosco pero leal y dedicado en su trabajo. Restaurar la belleza de aquel jardín fue un reto complicado, pero cada mañana se podía ver al jardinero llevando de aquí para allá sacos de hojarasca, podando malas hierbas y ramas bajas, combatiendo cepillo en mano con el limo del estanque o sacando brillo a la deslustrada placa bajo el rostro faunesco del escritor. Poco a poco, lentamente, el jardín iba tomando un aspecto cada vez más acogedor bajo los cuidados de Albert, y el verde antes sombrío y sucio brillaba ahora luminoso en los días de sol. El nuevo jardinero se convirtió en alguien conocido y apreciado por los empleados del ayuntamiento, cuyas charlas le proporcionaban ratos de descanso en su infatigable y costosa tarea.
Y entonces llegó el huracán, y el jardincillo de Albert desapareció.
Los árboles fueron arrancados de raíz; el estanque quedó totalmente anegado y empantanado, apenas un socavón en el terreno; los bancos se convirtieron en meros cantos y escombros semienterrados en el barrizal que antes fue césped y el busto del viejo escritor desapareció, probablemente para ir a perseguir sus esperpénticas ideas por los oscuros rincones de las calles de Anport, o quién sabe si más allá.
Después de que los bomberos y el destacamento del ejército contuviesen la inundación, Albert se pasó la siguiente semana sentado en los restos de su jardín, gritando y llorando desconsoladamente a veces, silencioso y con la mirada perdida el resto del tiempo. Los que lo conocían intentaban hacerle reaccionar, le llevaban comida, trataban de que volviese a casa a dormir, pero Albert no contestaba, ni se movía, ni siquiera cuando uno de los vecinos la emprendió a puñetazos con él. Para Sam (así se llamaba), tras haber perdido a su mujer y su hija en el huracán, la actitud de Albert resultaba sencillamente intolerable.
En cierto momento Albert simplemente se esfumó en mitad de la noche y el malogrado solar quedó completamente huérfano durante un par de días.
Al cabo de ese tiempo, a primera hora de la mañana, Albert volvió con su mono, sus instrumentos de jardinería y su habitual media sonrisa, pero sus ojos… sus ojos eran distintos. Se pasó aquel día barriendo los senderos enfangados, regando el lodazal de hierba muerta y el único tocón astillado que aún permanecía enraizado, sentándose a descansar en un trozo de piedra remanente de los extintos bancos y saludando de tanto en cuando con la cabeza al pedestal vacío. Hizo lo mismo al día siguiente, y al siguiente. Dejó de conversar tan a menudo con la gente del ayuntamiento, principalmente porque estos rehuían sus nuevos y desconcertantes hábitos, pero a aquellos que le preguntaban les sonreía y tranquilizaba, diciéndoles: “Este es mi jardín y no otro. Mientras aún pueda hacer algo, debería intentarlo. Todo lo que deseo es volver a convertirlo en el lugar que fue”. Los otros miraban incrédulos al lodazal destruido que lo rodeaba, meneaban la cabeza y callaban. El propio alcalde le ofreció recolocarlo en otro puesto tras unas largas vacaciones, pero Albert rechazó la propuesta con su misma sonrisa imperturbable. “Aquí es donde quiero estar”.
Desde entonces, Albert sigue ocupándose del terreno reseco y muerto que era el jardincillo del ayuntamiento, yendo cada mañana a barrer sus rincones y regar la tierra yerma y el viejo tocón, esperando un milagro de la primavera. Hay quién lo ha visto paseando por la ribera o frecuentando sórdidos locales del casco viejo, buscando sin descanso al escritor desaparecido.
Dicen que Albert se volvió loco durante lo del huracán. Pero si le preguntas a él, te dirá que únicamente hace lo que ha hecho durante toda su vida: cuidar el jardín que le fue encomendado.
Grey Arkhane