jueves, 7 de marzo de 2013

Parábola


El sacerdote viste de blanco. Una túnica pura, luminosa y simple que cae como un lienzo desde sus brazos alzados, apenas perfilando el cuerpo que oculta. Una prenda brillante para un lugar oscuro. Las manos se elevan mientras sus labios susurran las viejas plegarias.

"Este cuerpo que me sostiene…"

Las paredes de la Sala Hexagonal son negras. Negras como el alabastro, como el ojo de un cuervo, negras como una noche sin estrellas o el deseo de venganza que anida en un corazón destrozado. Seis pesadas losas de piedra enlutada que emiten un brillo tenue, palpitante, bajo la luz enfermiza que emerge de los pebeteros en las esquinas. Sólo aquella que contiene la puerta (permanentemente cerrada) está grabada con símbolos arcanos, los mismos que adornan el altar central.

"Este cuerpo que me recuerda que no estoy solo aquí dentro…"

El sacerdote realiza solo su tarea. No recuerda su vida antes de la Sala. No recuerda nada, ni siquiera los momentos previos al comienzo del ritual. Sabe también que no habrá vida más allá de ella. Él y la Sala Hexagonal son uno. En sus manos alzadas, la daga y la copa, hechas del mismo material que las paredes que lo rodean. Su mirada fija en los ojos de la víctima del sacrificio, que esconden horror y miedo. Toda su existencia, todo el sentido de la misma, se reduce a este instante, a este cometido.

"Este cuerpo que me recuerda mi propia mortalidad…"

Con un movimiento certero, fruto de innumerables ocasiones de las que no guarda memoria alguna, la hoja desciende abriendo la carne. Fluye la sangre, roja, salpicando la piel y la blanca túnica del sacerdote. Un largo grito reverbera en las paredes de la Sala mientras las entrañas de la víctima se desparraman por los bordes del altar. La daga se empapa, la copa se llena. El rostro del sacerdote permanece imperturbable, finalizando la letanía.

"Somos eternos…todo este sufrimiento es una ilusión…"

Acabando estas palabras en apenas un susurro, se deja caer sobre el altar y sus propias vísceras, dibujando con su último aliento una sonrisa de gratitud porque la ofrenda de su sangre ha alimentado la felicidad de los dioses más allá de la Sala Hexagonal.

Grey Arkhane

lunes, 4 de marzo de 2013

Otro día


Otro día despertaré, resuelto a desembarazarme del peso sobre mis hombros. Otro día recuperaré la fe perdida en el desconocido sentido de mi vida, en que más allá de lo que veo y concibo hay algo capaz de devolverme la alegría, el oculto grial perseguido, la rosa y la Torre. Otro día confiaré en que el cambio pueda traer algo bueno, en que aún haya felicidad escondida tras alguna vuelta del camino. Otro día creeré en que la luz que albergo en mi interior es capaz de redimir mis errores, de conducir mis actos bajo la voz clara de mi conciencia. Otro día trascenderé estos momentos oscuros, sabiéndolos parte de algo mayor, y soportaré con paciencia el castigo que me infligen convencido de que tras ellos llegará un nuevo amanecer. Otro día lucharé por engañarme con que aún no conozco cuál es el lugar en el que quiero estar y proseguiré la búsqueda vacía de lo que no recordaré haber encontrado y perdido.

Otro día…pero no hoy.

Hoy recuerdo y siento que el peso quiebra mi espalda. Hoy la brea negra y espesa de la amargura anega mis pulmones y me niega el aliento. Hoy no hay ante mis ojos más que sombras tras las que no aguarda nada diferente, nada mejor, ningún amanecer tras las horas de oscuridad. Hoy alguien distinto ocupa ese lugar al que tengo prohibido el regreso. Hoy hay dolor, tristeza, rabia y derrota, no fe, ni alegría, esperanza o búsqueda.

Todo eso tendrá que esperar a otro día. A otra vida, quizá.

Grey Arkhane

lunes, 11 de febrero de 2013

El sacrificio y la encrucijada


Mi boca vomita palabras que son deseos de muerte, bilis negra de la serpiente de angustia que se enrosca y anida en mi pecho. Hija del Dragón que ensombrece y asola, terror sin rostro que se lleva vida y sueño dejando sólo condena. Susurros en mi oído, temblor en mi mano, hablándome de la libertad que se esconde tras la larga caída.

La sangre del último cordero derramada, fin de toda inocencia, alimento de las raíces retorcidas del impío árbol de la siega. Cauces de oscuro rojo resbalan y gotean viscosos por el filo dentado de la traición, que brilla triunfante como un pedazo de espejo roto y sólo deja tras de sí una sonrisa en el rostro del matarife y ligereza en su corazón, la conciencia limpia de quién mira a otro lado y se lava las manos. Árbol charyou: muerte para mí, vida para su cosecha.

Al prisionero se le niega y arrebata el último rayo de sol anhelado, abandonándolo al pozo oscuro donde sólo moran las voces de su locura. El hombre vacío y despojado, drenado de todo lo que lo convertía en mí, se sienta ahora en la encrucijada a la que ya acudió en sus sueños. Conoce nuevamente los pasos que le preceden, camino inexorable bendecido por la luz del ave inmortal, último vistazo a los rostros que le conocieron, y después…

Grey Arkhane

viernes, 25 de enero de 2013

Desde el infierno


Una vez estuvo en el suelo, le rompió los dedos. Uno a uno, sin mediar palabra. Simplemente se agachó sobre su balbuceante y sanguinolenta cara, le tomó de la mano como si fuese a pedirle matrimonio y comenzó a girar con secos chasquidos cada uno de sus dedos en la dirección contraria. Sus gritos de dolor no lo detuvieron, y con el rostro inexpresivo continuó quebrándolos como si fueran ramas secas. Cuando acabó, sujetó su muñeca bajo la bota y con el otro pie redujo a astillados fragmentos lo que le quedaba de mano de tres violentos pisotones. Y a continuación hizo lo mismo con la otra. El infeliz lloraba y gimoteaba como si le hubieran arrancado la vida. Probablemente fuera así.

El agresor volvió a agacharse sobre su víctima y le dijo al oído: “Ahora sabes lo que es perder aquello que más te importa. Nunca volverás a tocar un instrumento, nunca volverás a sentir con tus manos. Y esa pérdida te carcomerá por dentro, te pudrirá el ánimo y las esperanzas hasta convertirlas en cenizas y, sin ello, todo lo demás, todo en lo que ahora confías y amas…”-miró con ojos vacíos, muertos, a la mujer que contemplaba horrorizada la escena desde el otro rincón de la sala-“…todo lo demás te abandonará porque ya no le servirás de nada. Bienvenido al infierno.”

Sin decir nada más, volvió a levantarse y se marchó del lugar.

Grey Arkhane

sábado, 12 de enero de 2013

El jardín de Albert



Dicen que Albert se volvió loco durante lo del huracán. Depende de a quién preguntes podría decirte que ya estaba mal de la cabeza antes de que el vendaval se llevase medio pueblo por delante, que siempre tuvo en los ojos ese brillo ausente de quién pasa demasiado tiempo a solas en su mente.

El huracán fue uno de los que aparecen en las noticias con nombre propio, de esos tan grandes que no caben en el periódico local y se necesitan varias televisiones nacionales y alguna extranjera para abarcar su magnitud. Sólo en la pequeña ciudad de Anport, situada cerca de la costa junto a la ría del mismo nombre y con una población de apenas 150.000 habitantes, causó un total de 71 muertos y unos 3000 heridos. Antes de disiparse, barrió tres comarcas enteras y se llevó más vidas que la última guerra que se libró en ellas.

Podría decirse que Anport quedó reducida a escombros, pero lo cierto es que siendo una ciudad de cierta antigüedad, de edificios con sólidos muros de piedra y buenos cimientos, casi todo el centro urbano aguantó de manera sorprendente. La peor parte se la llevaron los barrios nuevos, con chalets arrancados de cuajo, zonas residenciales enteras reducidas a lodazales y auténticos vertederos formados espontáneamente a partir de coches, mobiliario urbano, ramaje despedazado y algunos de los desafortunados anportinos que no lograron encontrar refugio a tiempo. Si bien, como digo, la estructura del corazón de la ciudad resistió al huracán, fue necesaria casi una semana de duro trabajo para evacuar el agua que inundaba sus calles y más de dos meses para desinfectarlas y reparar los desperfectos, algo particularmente complicado en el caso del alcantarillado y demás infraestructuras subterráneas.

Antes de que todo eso ocurriera, el ayuntamiento de Anport(uno de los vetustos edificios que resistió orgulloso al maltrato de los elementos) contaba con un jardín en su parte posterior. Era una parcela pequeña, con apenas un par de árboles que arrojaban sombra a un estanque artificial rodeado de bancos de piedra y a la efigie barbilarga y de gafas redondas de un famoso escritor local. Años atrás, el alcalde había contratado a Albert como jardinero para que adecentase aquel rincón, al que el paso del tiempo y la falta de cuidado y uso habían acabado por dejar en un estado de semiabandono.

Albert era una de esas personas de buenas maneras y pocas palabras, a veces un tanto hosco pero leal y dedicado en su trabajo. Restaurar la belleza de aquel jardín fue un reto complicado, pero cada mañana se podía ver al jardinero llevando de aquí para allá sacos de hojarasca, podando malas hierbas y ramas bajas, combatiendo cepillo en mano con el limo del estanque o sacando brillo a la deslustrada placa bajo el rostro faunesco del escritor. Poco a poco, lentamente, el jardín iba tomando un aspecto cada vez más acogedor bajo los cuidados de Albert, y el verde antes sombrío y sucio brillaba ahora luminoso en los días de sol. El nuevo jardinero se convirtió en alguien conocido y apreciado por los empleados del ayuntamiento, cuyas charlas le proporcionaban ratos de descanso en su infatigable y costosa tarea.

Y entonces llegó el huracán, y el jardincillo de Albert desapareció.

Los árboles fueron arrancados de raíz; el estanque quedó totalmente anegado y empantanado, apenas un socavón en el terreno; los bancos se convirtieron en meros cantos y escombros semienterrados en el barrizal que antes fue césped y el busto del viejo escritor desapareció, probablemente para ir a perseguir sus esperpénticas ideas por los oscuros rincones de las calles de Anport, o quién sabe si más allá.

Después de que los bomberos y el destacamento del ejército contuviesen la inundación, Albert se pasó la siguiente semana sentado en los restos de su jardín, gritando y llorando desconsoladamente a veces, silencioso y con la mirada perdida el resto del tiempo. Los que lo conocían intentaban hacerle reaccionar, le llevaban comida, trataban de que volviese a casa a dormir, pero Albert no contestaba, ni se movía, ni siquiera cuando uno de los vecinos la emprendió a puñetazos con él. Para Sam (así se llamaba), tras haber perdido a su mujer y su hija en el huracán, la actitud de Albert resultaba sencillamente intolerable.

En cierto momento Albert simplemente se esfumó en mitad de la noche y el malogrado solar quedó completamente huérfano durante un par de días.

Al cabo de ese tiempo, a primera hora de la mañana, Albert volvió con su mono, sus instrumentos de jardinería y su habitual media sonrisa, pero sus ojos… sus ojos eran distintos. Se pasó aquel día barriendo los senderos enfangados, regando el lodazal de hierba muerta y el único tocón astillado que aún permanecía enraizado, sentándose a descansar en un trozo de piedra remanente de los extintos bancos y saludando de tanto en cuando con la cabeza al pedestal vacío. Hizo lo mismo al día siguiente, y al siguiente. Dejó de conversar tan a menudo con la gente del ayuntamiento, principalmente porque estos rehuían sus nuevos y desconcertantes hábitos, pero a aquellos que le preguntaban les sonreía y tranquilizaba, diciéndoles: “Este es mi jardín y no otro. Mientras aún pueda hacer algo, debería intentarlo. Todo lo que deseo es volver a convertirlo en el lugar que fue”. Los otros miraban incrédulos al lodazal destruido que lo rodeaba, meneaban la cabeza y callaban. El propio alcalde le ofreció recolocarlo en otro puesto tras unas largas vacaciones, pero Albert rechazó la propuesta con su misma sonrisa imperturbable. “Aquí es donde quiero estar”.

Desde entonces, Albert sigue ocupándose del terreno reseco y muerto que era el jardincillo del ayuntamiento, yendo cada mañana a barrer sus rincones y regar la tierra yerma y el viejo tocón, esperando un milagro de la primavera. Hay quién lo ha visto paseando por la ribera o frecuentando sórdidos locales del casco viejo, buscando sin descanso al escritor desaparecido.

Dicen que Albert se volvió loco durante lo del huracán. Pero si le preguntas a él, te dirá que únicamente hace lo que ha hecho durante toda su vida: cuidar el jardín que le fue encomendado.

Grey Arkhane

jueves, 10 de enero de 2013

Nessun dorma



Nessun dorma! Nessun dorma!
Tu pure, o Principessa,
nella tua fredda stanza.
Guardi le stelle
che tremano d'amore
e di speranza...
Ma il mio mistero è chiuso in me,
Il nome mio nessun saprà, no, no!
Sulla tua bocca lo dirò,
quando la luce splenderà!
Ed il mio bacio scioglierà il silenzio
che ti fa mia...
(Il nome suo nessun saprà... 
E noi dovremo, ahimè, morir, morir!)
Dilegua, o notte! Tramontate, stelle!
Tramontate, stelle!...
All'alba vincerò! Vincerò! Vincerò!
¡Que nadie duerma! ¡Que nadie duerma!
Tampoco tú, oh Princesa,
en tu fría estancia.
Miras las estrellas
que tiemblan de amor
y de esperanza...
Pero mi misterio está encerrado en mí,
¡Mi nombre nadie lo sabrá, no, no!
¡Sobre tu boca lo diré,
cuando la luz del día brille!
Y mi beso romperá el silencio
que te hará mía...
(Su nombre nadie sabrá... 
¡Y nosotras, ay, deberemos, morir, morir!)
¡Disípate, oh noche! ¡Ocultaos, estrellas!
¡Ocultaos, estrellas!...
¡Al alba venceré! ¡Venceré! ¡Venceré! 

Grey Arkhane

domingo, 6 de enero de 2013

Cuando miras al café...



...el café te devuelve la mirada.
 

También disponible en versión "Ingeniero diplomado"


Grey Arkhane

sábado, 5 de enero de 2013

El espectro de su ausencia


Se alarga la mano hacia el cálido recuerdo, estirando los dedos anhelantes en busca de una forma, de un tacto, de un peso. Gime la memoria en la necesidad de la ausencia buscando el consuelo cercano de ese amor nunca entendido y mal demostrado, pero amor al fin y al cabo. Se desvela levemente la consciencia para emerger del sueño, aparentemente confiada en el refugio buscado pero recelosa de los ecos que la realidad arrastra como podridos huesos de barco en la resaca.

Los dedos atraviesan el vacío, la mano no halla morada y el corazón sobresaltado grita y se alarma, que ya no hay cobijo sino explanada, no la suavidad de su dulce cuerpo sino tan sólo el gélido vaho de un fantasma. Muerde la realidad con sus frías agujas, claro abandono, tortuosa estacada, anhelo truncado y sentimientos que ardiendo se vuelven cenizas, y como cenizas las borra el viento, dejando dolor y mancha donde hubo llama.

Grita, grita el corazón consumido de llanto y rabia, lágrimas que hollan la almohada, confianza e ilusión acuchilladas por ese helado espectro que aún conserva su cara, en la que ya no hay refugio, consuelo ni esperanza. Aferra la mano el peso inaudito de una brújula desviada, siente el pecho la cadena y la jaula, las fauces y garras, el insufrible tormento del desdén de quién hace no tanto entre los brazos acunara…

Y para esto mejor no haber sentido, amado o vivido. Que sin esperanza no hay derrota, ni sufre el infierno quien nunca supiera del cielo. Pero ya es tarde para eso y solo quedan, acompañado de mi etéreo y mudo cortejo, días amargos y noches rotas. Y el crudo y horrendo desengaño de que nunca volveré a dormir a su lado.

Grey Arkhane

viernes, 21 de diciembre de 2012

Apocalipsis maya


Sí, creo que eso lo resume bastante bien. Y para los melómanos la versión completa, que podréis poner en repeat durante las lluvias de meteoritos, coros angelicales, tsunamis y hordas de zombis a lo largo del día de hoy:


Feliz Apocalipsis a todos.



Grey Arkhane

sábado, 8 de diciembre de 2012

Monstruos de alas brillantes


El peso de la espada, muerte plateada de delicado filo y guarda, le recuerda los claroscuros de su propia misión. Las dudas surgen en el momento anterior a la batalla, ni la primera ni la última en que ha de poner en juego su vida y su alma.

Sus pies flotan entre la humedad nubosa. Un gesto de su mano calma a su hueste, ordenada en silenciosas filas tras él. Son el brazo armado del Bien Universal, su reverso violento y necesario. Amargo el sabor de tal paradoja, bilis en el paladar de quién ha jurado verter ríos de sangre para evitar que fluyan mares. Su labor a espaldas de las puertas del Cielo, sus ojos apartados por siempre de la Ciudad de Plata, permanentemente fijos en la oscuridad que amenaza con empañar su fulgor.

La armadura blanca se desliza sin ruido al compás de sus gestos, pesada sobre su forma incorpórea, tachonada de espinas y carmesí de la propia sangre entregada en sacrificio a la pureza que él y los suyos salvaguardan. Son los monstruos irredentos de Dios, bañados en sangre, cuyas miradas afrontan las tinieblas. La paradoja azota su conciencia y la hipocresía de su mera tarea siembra la duda de la verdadera nobleza de su causa, esa causa invisible a sus espaldas.

El Metatrón, que hoy se alza entre ellos, clama con su voz argéntea desde la oscura armadura y las palabras que pronuncian sus coros devuelven sus miradas al mal que hoy afrontan. Entonces el arcángel recuerda. Recuerda el peso de las luminosas alas que hunden sus ardientes haces en la carne de su espalda. Contempla la clase de monstruos que agitan sus armas y escupen blasfemias frente a él, sus rostros supurantes y grotescos, sus fauces dañinas y venenosas, siervos del Sol Negro y el Rey Carmesí, y ante tal verdad, que en instantes ha de poner su alma a prueba, recuerda la necesidad de monstruos como él y el orgullo de su sacrificio, de la sangre que blasona sus armas. Recuerda la Luz Verdadera de la Ciudad de Plata.

Al amparo de la voz del Metatrón, Azyrael alza su espada, y las luminosas alas de la Hueste Celestial avanzan implacables contra el mal.

Grey Arkhane