Tras los desesperantes primeros pasos en la tarea digna de Sísifo que últimamente consume mi tiempo, parece que el resultado inicia el lento proceso de convergencia hacia una meta conseguida. Y ya era hora, después de tantos intentos que sólo conducían a pifostios absurdos de los que la única manera de salir era borrarlo todo y comenzar de nuevo.
Eso si, que dicha meta sea la menor de las que debo conseguir en el ridículo lapso de tiempo del que dispongo para ellas y que alcanzar ese punto haya supuesto el sacrificio de mis navidades lo convierten en una victoria pírrica (y, mientras escribo, aún inconclusa...todavía puede ocurrir lo peor).
Mientras tanto, diversas subtramas argumentales avanzan sin que les preste demasiada atención, sorprendiéndome con sus respectivos climax en los momentos menos adecuados. Algunas para ofrecerme briznas de esperanza, otras para añadir más cargas sobre mis hombros.
Aumento dos grados el ángulo de ataque y realizo una nueva iteración. A ver qué pasa.
Lo peor de la ausencia de finalidad de la que adolece mi vida (o mejor dicho, de que dicha carencia, que bien podría ser generalista en la experiencia humana, suponga un foco de obsesión para mi particular carácter) no es tanto el proceso de hundimiento anímico que ocasiona como la cualidad cíclica del mismo.
No voy a detenerme a detallar ese proceso, pues ya me he explayado en sus efectos y formas en demasiadas ocasiones, y aunque siga siendo tremendamente complejo hacer comprender el bloqueo y colapso de una mente a quién no ha pasado por ello, en esta ocasión mis divagaciones personales me llevan por los derroteros de lo temporal.
Hablaba de una cualidad cíclica, y es que frente a esa repentina situación de desequilibrio anímico, uno recurre a todo tipo de estrategias, ideas fuertes, apoyos espirituales e intelectuales varios y (por qué llamarlos de otra manera) autoengaños para reconstituirse, sobreponerse y seguir adelante. Refuerza y reconstruye el armazón de la propia estructura psicoemocional después del paso de esa bola de demolición que es la decepción. Y a partir de ahí, a continuar hacia delante.
Eso sería lo ideal y, afortunadamente, es lo frecuente para la mayoría. Un bache aislado (o una cantidad discreta de ellos), más o menos profundo, del que salir fortalecido. En mi caso no es así, cada cierto tiempo acabo volviendo de manera irremediable a mis abismos personales reclamado por esa misma idea que siempre lo jode todo y que mencionaba al principio: la ausencia de propósito.
Me hace gracia cuando alguien me comenta que eso no es tan grave, que no se necesita un propósito para vivir. Las hostias. ¿Cuántas veces habéis ido caminando de rodillas a vuestro trabajo u os habéis aprendido una enciclopedia de memoria? ¿Cuántas veces habéis decidido regalar absolutamente todo lo que contenía vuestro cuarto hasta dejarlo vacío (muebles y cama incluidos), o cortaros tres de cada cinco dedos de las manos? No son sólo cosas sin sentido, son cosas sin sentido y que requieren de un esfuerzo tal que convierte su ejecución en algo sólo apto para las mentes más perturbadas. Y aunque el esfuerzo de vivir en mi caso no sea precisamente titánico (y de hecho, bien cómoda es mi posición como para andar quejándome, ¿no?) es esa carencia de finalidad la que lo convierte en algo incómodo, siguiendo el mismo patrón que hace que sean pocas las personas dispuestas a tirar cinco euros a una alcantarilla o raparse al cero sin ninguna razón para hacerlo.
Carezco pues de la piedra angular de cualquiera de las estructuras psicoemocionales que haya construido o pueda construir en mi interior. En realidad sólo es una piedra, sin la que algunos de dichos armazones internos han aguantado bastante bien temporales más o menos fuertes, pero también sin la cual todos se han ido al garete tarde o temprano tocándome reconstruir de nuevo desde cero, repitiendo una y otra vez el mismo ciclo. Cualquiera que haya tocado un poco de ingeniería debería estremecerse al reconocer en este símil un claro proceso de fatiga, con todo lo que ello conlleva. Para los legos, decir que los daños que provoca en una estructura la aplicación reiterada y continua de un conjunto de cargas son exponencialmente mayores en el tiempo de lo que sería la aplicación simple de las mismas. Similar a lo que ocurre con los surcos originados por los torrentes estacionales o la erosión provocada por la marea, cuyos efectos son tan distintos a tirar un vaso de agua encima de la mesa o vaciar un poco la bañera.
Resumiendo, que al tratarse siempre de la misma causa el efecto que provoca sobre mi ánimo se ha convertido en acumulativo y cada vez es más complicado salir de los pozos en los que yo mismo me meto. Y como aún no ha aparecido ninguna razón que le de sentido a nada (y tampoco entraré en lo que es una buena o mala razón, porque al fin y al cabo haberlas haylas, pero como en el refrán lo que acaba importando es que a uno le valgan, no al resto), tan sólo puedo continuar con la política de esperar a esos momentos en los que mi fuerza de voluntad se reactiva mínimamente para hacer balance de daños e intentar armarme de nuevo de la manera menos mala posible. O despedirme de manera dramática de este mundo, pero por suerte parece que el autoengaño que me impide hacer eso sigue incansablemente aferrado a mi personalidad (nunca quedó muy claro si por un secreto miedo a la muerte o por una insana curiosidad existencial, pero lo realmente importante es que funciona). Básicamente, aprovechar al máximo los momentos (como este) en los que tengo fuerzas suficientes como para pegarle un empujón al trabajo pendiente, recuperar proyectos personales o aficiones varias o reunirme con la gente cercana sin resultar dañino para ellos, esperando que en alguna de estas encuentre esa perseguida quimera o, al menos, que no muchos de esos pequeños alicientes se vayan al garete otra vez en el próximo vendaval.
Me despierto de un sueño de llamas y rojas marcas sobre esta tierra que un día veré morir para encontrarme ajeno, intruso en una vida que no siento mía. Como huesped en un traje recién estrenado, estiro las costuras y lo amoldo a mi cuerpo, buscando ese punto intermedio que permita una armónica coexistencia.
Ajeno a las sutilezas, expuesto a los errores que engendran maldad e inocencia, vagabundeo entre fantasmas bajo el plateado sol de invierno dispuesto a cometer con infantil entrega los más hermosos y terribles actos, sorbiendo ansioso los detalles de este viejo nuevo yo que toma el testigo de una vida en busca de propósito.
Y con la sombra del solsticio alzándose sobre el horizonte, la intimidad de este mundo vacío me ofrece los recuerdos de mi verde tierra, de la calidez acogedora que se oculta en el frío invernal y de la serenidad de los pasos del peregrino...y tras ellos la amarga sonrisa que exhalan vaporosa mis labios, pues ya ninguno de los tres me pertenece ni tiene sentido aquí y ahora.
Sigo caminando hasta que el sueño me vence con la promesa velada de nuevos apocalipsis donde, por fin, brille mi existencia frente a su destino manifiesto.